Caprichosa armonía para una infinita paciencia
Para muchas personas, la naturaleza se presenta como un todo armónico y orgánico donde cada parte convive en equilibrio con las demás. Cada fragmento tiene una forma y un significado. Para muchos otros, en cambio, la naturaleza e incluso la cultura son masas informes y caóticas donde cada cual lucha por su supervivencia, que depende más del azar y de la propia fuerza que de un sistema que siempre logra el equilibrio.
Camilo Guinot busca, observa y construye a su alrededor, intentando justamente encontrar esa armonía de formas donde deberíamos poder ver el sentido del mundo. “Camilo hurga en alacenas y bibliotecas, las vacía y reubica su contenido. El criterio es la similitud de forma. Todo lo redondo se atrae mutuamente. Objeto busca objeto. Un batallón de platos bajando las escaleras. Un contingente de libros acostados en el piso”, dice Verónica Gómez en el texto a propósito de la muestra Móvil Recurrente. Pero la coincidencia formal puede ser tan verdadera como engañosa y fugaz.
En la pared del fondo, cuatro fotos enmarcadas dan cuenta de algunos hallazgos donde la simultaneidad de formas y colores aparece exacta y absurda. Por ejemplo, el pico de un pañuelo rojo forma un triángulo entre millones de triángulitos rojos incrustados en el cemento gris. O un nido esférico construido sobre un cable de alta tensión coincide exactamente con el centro de un haz de luz solar. Encuentros fortuitos donde las geometrías mantienen un diálogo de sordos, hablando a la vez del momento azaroso que las hizo encajar y de la anécdota insignificante que registran.
En el centro de la sala, una flor gigante se abre y atrae la visión que se pierde en su interior alucinógeno. Está construida con cientos de fósforos e infinita paciencia, conservando en sus puntas rojizas la potencia del fuego y la destrucción, despertando con su hipnótica fascinación al “pirómano que todos llevamos dentro”, advierte Guinot.
Otro objeto se abre en abanico sobre una pared. Esta vez se trata de una libreta Moleskine donde cada página atesora doce pelusas de ombligo que el artista fue acumulando diariamente durante un año para darle forma, en este caso, de diario íntimo, a ese material informe, a ese resto indefinible que produce la fricción del cuerpo con la tela que lo recubre y abriga.
El papel puede funcionar como soporte de fotos y dibujos, convertirse en el sitio donde se despliegan las formas y las tramas complejas que estructuran esta manera de ver e interpretar el mundo. Pero, a su vez, el papel puede, como los fósforos, doblarse, darle cuerpo a otros objetos, transformarse en un avión de juguete volando en una dirección determinada. Su objetivo es tan absurdo como la pretensión de dirigir y fijar el vuelo de decenas de hojas de papel que quieren entrar en un horno de cocina, ahora aislado y apagado en el centro de un enorme hangar, pero con huellas de su antiguo fuego.
La flexibilidad del papel encierra también la posibilidad de calcar una superficie, como cuando Guinot “escaneó”, con papel, las cuatro paredes, el piso y el techo de la Oficina Proyectista y exhibió las hojas plegadas sobre una mesa en el Fondo Nacional de las Artes este año. Al “trasladar” de esta manera un espacio hacia el otro, el sentido pierde el volumen, se achata. Queda la mesura exacta en pliegues de blanco y vacío, la superficie sin volumen, lo más blanco del “cubo blanco” que se supone que es, teóricamente, el espacio neutral de la galería.
En las obras de Móvil Recurrente, la forma se ve, perfecta y clara, mientras que el sentido, disociado, fluye, pero se escapa permanentemente como una corriente de agua, encendiendo fantasías de armonía absurda y pirotecnia doméstica.
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